
REBELDIA TRAGICA
Por Jesús Iglesias Lerroux
James Dean fue un actor, en efecto, pero él nunca se consideró como tal y en no pocas ocasiones, no obstante ser tan parco para hablar, manifestó su inconformidad con cuanto representaba la industria fílmica y las “caducas instituciones sociales”, como dijo más de una vez refiriéndose al modo de vida norteamericano.
Símbolo de la época, Dean gritó al mundo su amarga soledad. Y como para corroborar que la más famosa de sus películas —“Rebelde sin causa”— no era un simple filme sino el desahogo de toda una generación, se trastocó a sí mismo en el joven inadaptado, en el prototipo del rebelde.
Su muerte se debió a un accidente, desde luego, pero en realidad fue un suicidio disfrazado. Hastiado de la popularidad que le proporcionó su breve pero vertiginosa carrera, menospreciando la fortuna que le había dado el cine y un porvenir venturoso, Dean se mató de una manera absurda a los 24 años de edad, en 1955.
Antes de aquel fatal accidente, Dean había flirteado con la muerte en un juego muy en boga por aquel entonces. Consistía en lanzar el automóvil a ciento y pico de kilómetros y frenarlo lo más cerca posible de la orilla de un precipicio. Dean lo practicó muchas veces y en todas estuvo a punto de caer al abismo. Cuando se mató finalmente en una autopista manejando su Jaguar rojo, hacía tiempo que había rebasado las estrechas márgenes del peligro, su aliado de siempre.
La desaparición del joven actor fue una especie de alborada para millones de adolescentes que lo consideraban un líder, un símbolo, el mito que fue en realidad.
James Dean y otro actor mayor que él —Marlon Brando— habían plasmado fílmicamente el ideal de una juventud que clamaba por un cambio y a gritos siempre y en ocasiones empleando la violencia, trataba de lograr lo que quería.
Dean en “Rebelde sin causa” y Brando en “Salvaje”, fueron muy pronto imitados por millones de fanáticos adeptos. La juventud norteamericana, que arrastraba desde la guerra de Corea un desasosiego en busca de una salida, se lanzó a la calle a llorar a Dean, copió su introvertido proceder, se puso pantalones de mezclilla y se manifestó contra los cánones establecidos.
Fue así como nació el rebelde sin causa, antecesor del pandillero de hoy, si bien entonces muchísimo menos sanguinario y psicopatizado que el actual.
James Dean fue también, en cierto modo, el precursor de los “beatnicks”, especie de “hippies”, pero con pelo corto y con ideas tomadas de los panfletos de Jean Paul Sartre. El léxico, los ademanes, el modo de vestir de aquellos muchachos no ha desaparecido del todo.
James Dean debutó en 1950 en la televisión y, tras una fugaz aparición en el recientemente comercializado portento electrónico, pasó al teatro. No destacó mucho en la escena, pero acumuló bastante experiencia y asimiló las enseñanzas impartidas en el Actor’s Studio, al que acudía sin dilación entre función y función.
Elia Kazan, que ya había dirigido a Marlon Brando en “Nido de ratas”, vio en Dean el arquetipo que demandaba la juventud y lo lanzó a la fama. Su primera película, bastante mediocre por cierto, fue “A bayoneta. Después completó la trilogía de películas que lo elevaron a la categoría de ídolo: “Rebelde sin causa”, “Al este del paraíso” y “Gigante”.
En su película antológica —“La historia de James Dean”— producida años después de su muerte, se le glorificó hasta la exageración.
En la actualidad las películas de Dean constituyen material de cine-clubes. Muchos jóvenes que lo han visto en la pantalla pero ignoran hasta que punto fue el pionero de la rebeldía, lo tienen como un personaje mítico, generalmente en un enorme poster en su habitación, no tanto por lo que saben de él, sino por lo que de él les han contado.
James Dean, pues, sobrevive a su temprana muerte.